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Habitación 304 con mi madre.
Hola, soy Alberto, tengo 31 años, vivo en Madrid y acabo de metérsela a mi madre. Supongo que dicho así les parecerá una monstruosidad, pero si les cuento la secuencia de acontecimientos que me llevaron a que hace unos días follara con mi madre, posiblemente lo comprendan y hasta cabe que lo disfruten.
Verán ustedes, mi familia la componen mis padres, mi hermana Nuria, tres años menor que yo, y un servidor de ustedes. Éramos una familia de clase bien acomodada, y hasta hace tres años vivíamos en la ciudad de Granada, en el Sur de España. A pesar de que económicamente en casa nunca ha faltado de nada, les aseguro que mi familia encajaba perfectamente en la denominación de “familia desestructurada”. Los padres de mi madre, mis abuelos, son de San Sebastián, en el norte de España, poseen una fábrica de estructuras metálicas, tienen varios hijos y a mi madre le dieron una educación propia de otros tiempos: piano, bellas artes, filología, pero nada de nada de ser madre y de sacar adelante una familia. Mi padre en cambio procedía de clase baja, pero desde muy joven se dedicó a la construcción y no tardó demasiado en hacerse millonario, en casarse con una señorita distinguida y en echarse una amante tras otra.
Mi madre era una mujer de esas que saben, pero que no quieren saber, de modo que se dedicó a sus labores, es decir: compras, viajes, tenis, amantes ocasionales y para sus hijos, para mi hermana y para mi, buenas niñeras, buenos colegios, pero ternura y jugar, ni verlo ni olerlo. Ni mi padre ni mi madre poseían valores morales en los que sus hijos se sintieran identificados y sirvieran de referente.
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Yo crecí con rabia y contrariamente a lo que se suponía, desarrollé profundas convicciones basadas en el catolicismo. Fui un excelente estudiante y cuando acabé mi carrera de economista me fui a los Estados Unidos para hacer un Master y al regresar a España me marché directamente a instalarme en Madrid, lejos de mis padres y de mi hermana, que aglutinaba todo lo malo de mi padre y de mi madre. Mi traslado a Madrid fue el desencadenante para que mis padres por fin se separaran. Mi padre se fue a vivir con una de sus amantes, mi madre regresó a casa de sus padres en San Sebastián y mi hermana, que en ese momento tenía 25 años y aún no había acabado su carrera, se compró un apartamento y se fue a vivir sola.
En estos tres años yo monté en Madrid, junto a un compañero de carrera, una sociedad basada en estudiar empresas en crisis, analizar su viabilidad, involucrar a los trabajadores en el plan de reflotación, inyectar dinero fresco y hacernos con el control de la empresa. Quizás les parezca algo tópico, algo de película, algo rebuscado, pero nada más lejos de la realidad, mi socio y yo formamos un equipo de ganadores, tenemos don de empresa y sobre todo somos muy trabajadores. En la actualidad ya poseemos cuatro empresas que suman más de 2.000 trabajadores y francamente el negocio nos va de cine. En estos últimos años yo no he querido saber absolutamente nada ni de mis padres ni de mi hermana. Como les dije crecí con rabia y con valores morales y me desentendí cuanto pude de mi familia, pero hace unos días recibí una llamada de mi hermana, que actualmente cuenta 28 años, para pedirme que asistiera a su boda.
La verdad es que acepté en el acto, para serles franco me apetecía saber de ellos. Sabía que mi madre estuvo un tiempo con depresión, sabía que a mi padre últimamente los negocios no le iban tan bien y sabía que mi hermana tenía un novio médico. En fin, asistiría a la boda y ya se vería cómo iban las cosas por Granada, aunque debo decirles que últimamente también yo había cambiado sustancialmente, primero porque aprendí mucho de mis trabajadores y segundo porque decidí abandonar una orden religiosa en la que militaba desde la adolescencia, la rabia de vivir a estas alturas ya la tenia muy desdibujada.
Mi hermana me había dicho que si quería podía recoger a mi madre en el Aeropuerto de Madrid, que venia de San Sebastián y tenía que hacer escala en Madrid, y viajar juntos a Granada, pero le dije que no, que viajaría en mi propio coche y que nos encontraríamos en la ciudad. La boda era el sábado a la una del mediodía, pero me citó en un hotel, en las afueras de Granada el viernes por la tarde. Llegué al hotel como a eso de las cinco de la tarde, era de los primero en llegar, pero allí estaba mi hermana y su novio en recepción esperándome. La besé fríamente, pero ella me abrazó calidamente, me presentó a su novio, me dio las gracias por asistir y me pidió perdón.
-¿De qué te tengo que perdonar? Le pregunté intrigado. Ella no dijo nada, me volvió a abrazar aún más calidamente y me susurró a oído:
-Te hicimos tanto daño-
Yo no dije nada, me limité a seguir sus instrucciones. Resultaba que el hotel era propiedad de la familia del novio, tenía casi 100 habitaciones, pero los invitados a la boda eran muy numerosos. Me dijo que estaban muy justos de habitaciones y que si no me importaba compartir mi habitación con nuestra madre. Yo me ofrecí a instalarme en otro hotel, pero mi hermana me insistió en que compartiese mi habitación con Cayetana, nuestra madre. No puse más reparos y subí directo a instalarme en la habitación.
Apenas había terminado de cambiarme de ropa cuando mi hermana reclamaba mi presencia en la recepción del hotel. Quería que yo la acompañase junto a su novio para ir recibiendo a los invitados. Como pueden suponer acepté y bajé sorprendido por lo cambiada que encontraba a mi hermana Nuria.
Los invitados fueron apareciendo y enseguida apareció nuestro padre con su amante de turno. No me dijo nada, no pudo articular palabra alguna, sólo se abrazó a mí, y mi hermana al verle tan emocionado le separó y le pidió a su compañera que subieran a la habitación y que se tranquilizara un rato. Apenas media hora más tarde, como a eso de las siete de la tarde llegaba mi madre al hotel.
Mi madre tiene actualmente 54 años, y si tuviera que definirla con una sola palabra, sin lugar a dudas la palabra seria: atractiva. Contrariamente a mi padre, mi madre llegaba risueña y feliz. Se abrazó primero a mí y después a mi hermana. A ella la veía con asiduidad, a mí hacía tres años que no me veía. Mi hermana me pidió que la ayudase a instalarse en su habitación, cogí su maleta y subí con ella en el ascensor en busca de la número 304, una suite amplia y de lujo del hotel.
Nada más quedarnos a solas en el ascensor mi madre se abrazó a mi cuello, me besó en los labios, me miró a los ojos y con tono grave me dijo: lo siento hijo, he sido tan mala madre para ti.
Yo, hasta ese preciso momento, había mantenido intacta mi postura: estirada, distante y poco participativa, pero mi madre me desarmó, fue la primera vez en mi vida, que yo recuerde al menos, que recibía una caricia de mi madre.
Me abracé a ella y la colmé de atenciones en la habitación. Apenas habían pasado unos minutos cuando mi hermana estaba golpeando la puerta de la habitación. La abrí y nada más entrar ya estábamos los tres abrazados y riendo juntos. Las lágrimas habían desaparecido y ya todo eran sonrisas. Mi hermana nos volvió a dejar solos en la habitación y mi madre se fue a darse una ducha para bajar a la recepción.
Yo creo que fue la emoción del momento o el inesperado reencuentro con una madre que nunca disfruté, pero me sentía especialmente contento con mi madre…o quizás confuso, y, sin pensarlo, entré en el cuarto de baño y le dije a mi madre que yo la secaría con la toalla. Ella salió encantada por el ofrecimiento y yo envolví su cuerpo desnudo con la toalla y froté ligeramente su cuerpo empapado por la ducha. Ahí es cuando descubrí a Cayetana, una mujer sensual, calida, llena de redondeces; su cuerpo mojado desprendía un fascinante olor, yo entreabrí la toalla y aspire con ansias el perfume que emanaba de su cuerpo, deje caer la toalla al suelo y fueron mis brazos, mis manos, mi cuerpo los que acariciaban sus hombros, sus cabellos, sus nalgas.
La estancia se lleno de vaho y el espejo del baño me devolvía una imagen opaca de una mujer acariciada por las manos nerviosas de un hombre. Algunas gotas de agua serpenteaban por la luna y la imagen que reproducía era nítida pero incompleta, pero poco a poco el espejo se fue secando de abajo hacia arriba y ahora ya se podía apreciar en toda su majestuosidad aquel cuerpo esplendoroso. Estaba tan entregado en acariciar a mi madre y colmarla de atenciones que no fui capaz de advertir a tiempo lo que estaba sucediendo con mi pene. Se había puesto duro, bueno se había puesto a reventar y lo tenía encajado entre los muslos de mi madre. Había tenido una erección descomunal, quizás como nunca antes la había tenido. Quedé fascinado, hechizado y desde luego aturdido por la azarosa situación con mi madre, aunque ella reaccionó con total naturalidad, me miró a los ojos, esbozó una sonrisa de picardía y me dijo:
-Hijo, que tienes voto de castidad, haber si lo vas a romper por mi culpa- Yo recompuse como pude la compostura y le dije que no, que hacia unos meses que había roto el voto de castidad.
-Cuesta un imperio mantenerlo y he llegado a la conclusión de que el mundo no será mejor por abstenerme de tener relaciones sexuales ni peor por follar cuando se den las circunstancias. Lo de las relaciones sexuales es un hecho trascendental en la evolución de la humanidad, pero El Vaticano esta obsesionado y ve pecado donde sólo hay deseo de perdurar y de evolucionar, los he mandado a paseo- Ella se alegro de la noticia y me animó a que recuperara el tiempo perdido, justo, justo lo mismo que yo venía planeando desde hacía unos meses.
Mi madre terminó de arreglarse y cuando estuvo lista me invitó a que bajásemos a la recepción, donde nos esperaba mi hermana. Obviamente estábamos en la misma habitación y yo no perdí detalle al ver vestirse a mi madre, elegante, glamorosa, seductora, aunque tampoco se me despistó un pequeño detalle y se lo dije:
-No llevas bragas- Ella me miró pícaramente, me guiñó un ojo y no dijo nada. Salimos de la habitación del brazo y estoicamente esperamos a que llegase el ascensor. A mí esta situación nuevamente me estaba poniendo revolucionado. Yo del brazo de una mujer de bandera y ella sin bragas, bueno, era mi madre, pero joder, joder como me estaba poniendo mi madre.
Llegó el ascensor, nos metimos dentro y sencillamente me abalancé sobre ella. La besé en la boca, le metí atropelladamente mi lengua en su boca y nada más encontrarme con su suave y ensalivada lengua comenzó un auténtico recital en su boca. Nuestras lenguas se entrelazaban, se buscaban ansiosas, se encontraban y se estrujaban, se separaban recorriendo aventureras las oquedades de la boca y nuevamente se buscaban para fundirse entrelazadas en un beso interminable, bueno, quizás no tan interminable, porque el clic del ascensor nos anunciaba que el viaje había terminado. Dicen que un momento puede valer toda una vida, créanme, para mi este escaso minuto dentro del ascensor con mi madre me recompensó sobradamente de las mil y una carencias de mi infancia, me sentía pagado, me sentía hechizado…me sentía en una nube.
Y por sentirme, me sentía empalmado al salir del ascensor. Traía una erección de cuidado. Mi madre se dio cuenta y se colocó delante de mí para tratar de disimular lo indisimulable y empezó mi calvario. Presentaciones, saludos, abrazos. Joder ¿ustedes han experimentado en carnes propias lo difícil que es abrazar a un desconocido empalmado?, ¿O acaso han experimentado lo embarazoso que resulta abrazar a una distinguida dama de la mejor sociedad sin poder evitar restregarle su empalmadísimo pene entre sus muslos?, pues eso, que así, en esa penosa situación discurrió el acto de presentación de las familias de los contrayentes.
Los novios eran el foco de atención, yo la pieza más codiciada de la reunión, pero desde luego la estrella indiscutible era mi madre. Me sentía como El Graduado y la Señora Robinsón, todos querían saludarme y proponerme un negocio fabuloso, pero mi madre era un derroche de glamour, me miraba, se me insinuaba, se reía, se hacía la despistada, pero no dejaba de seducirme. Nos sentamos a la cena y mi madre me quedaba muy lejos. Yo en una mesa entre pollitas ñoñas y señoritos andaluces, de mucha fachada y pocos cimientos, mi madre entre respetabilísimos prohombres de la sociedad andaluza y enjoyadas damas que saben pero que callan, como mi madre en sus peores años, como mi padre en sus peores años, pero no ahora, a ambos les miraba de reojo y ambos me parecían personas dignas.
Y la velada dio para poco más, de modo que después de horas de charlas entre unos y entre otros, mi madre me vino al rescate y me propuso irnos a la cama porque según decía -Mañana será un día largo-. Mañana no sé, pero esta noche sí que me parecía a mí que iba a ser larga.
Cuando entré con Cayetana, mi madre, en el ascensor de regreso a la habitación 304 llevaba una calentura de cuidado. Me obsesionaba desde que salí de la habitación el hecho de que mi madre no llevase bragas, de modo que comprenderán mi torpeza y falta de tacto al meterla directamente mano a su entrepierna. La encontré receptiva, ligeramente mojada, y razonablemente caliente, pero Cayetana se mantenía serena y seductora. Se dejó meter mano, se dejó sobar el culo, se dejó sobar las tetas, pero mantuvo la distancia, justo, justo hasta entrar en la habitación y quedarnos solos, madre e hijo frente a frente.
Ahí se tornaron los papeles. Yo la cogí en mis brazos y la deposité con suavidad, con ternura en la cama. La desvestí con delicadeza, ella me desgarro la camisa a jirones, yo busqué sus labios para besarlos, ella los míos para morderlos de rabia, de pasión, de fogosidad, yo quería recuperar las caricias perdidas, ella sencillamente quería purgar a lo bestia los años de desencuentros. Lo nuestro no fue follar, fue desquitarnos. Me subí encima de mi madre y casi sin darme cuenta se la metí. Ella no daba crédito a lo que estaba pasando, pero se entregaba apasionadamente. Yo apenas sabía lo que era follar pero aprendía rápido, no había sido consciente hasta ahora de que follar fuese tan jodidamente satisfactorio, porque de saberlo habría mandado a mi congregación a los infiernos hace años. Cabalgué toda la noche encima de la Diosa Cayetana, caímos exhaustos y rendidos por el sueño, pero no se la saqué, cayó la erección, pero no mis ansias de poseerla, de modo que se la tuve metida toda la noche.
Al día siguiente, el día de la boda, en efecto fue un día largo. Yo estaba rendido, pero cumplía excepcionalmente mi papel. Entendí la suerte de varas en las corridas de toros, yo estaba picado de tal suerte que lo bordé, pero como a eso de la media tarde empezó a fraguarse en mi cabeza una idea que me atormentaba desde hacía meses. Nunca había practicado sexo oral y la sola idea de poder hacerlo algún día fue el desencadenante de desembarcarme de la orden religiosa. Esta noche, si me atrevía, podría hacerlo con mi madre.
La idea fue tomando cuerpo y una de las veces que bailé con Cayetana le susurre al oído una confesión inconfesable: “nunca he practicado sexo oral”. Ella era una mujer valiente y creo que mi confesión la hizo verme como un hijo desamparado que solicitaba la protección de su madre, o quizás no, quizás sencillamente a la señora Robinsón le halagaba en su madurez sentirse joven y deseada por un apuesto y atractivo hombre joven, de modo que su respuesta fue la que esperaba, quizás la que deseaba: “esta noche yo te enseñaré”.
Y esa noche, nada más traspasar el umbral de la puerta de la suite 304 del Hotel de la familia de mi cuñado, cogí a mi madre, la apoyé tras la puerta de madera de caoba cuidadosamente barnizada, deje caer al suelo su vestido de seda natural de color azul celeste, me arrodillé delante de ella, le arranqué sus bragas a mordiscos y excitado por la emoción y tembloroso por la situación, alargué mi convulsa lengua y la paseé suavemente por la comisura de los labios externos del chocho de mi madre. Fui, fuimos presa de la fascinación del momento. Poco a poco mi lengua profundizaba hasta encontrarse con su estimulado clítoris. El encuentro fue apoteósico, yo babeaba, lo lamía, me relamía, ella se retorcía, suspiraba, gemía. Mi lengua poco a poco cobraba fuerza y donde empezó con suaves e imperceptibles caricias ahora era una auténtica y potente batidora que sacudía todo el sistema nervioso de mi madre. Ella, enfurecida, alargó sus brazos y cogió entre sus manos mi cabeza y la hundió cuanto pudo entre sus piernas. Tal parecía que buscase inútilmente la forma de volver a introducirme dentro de ella, pero lo que encontró fue un demencial orgasmo que la hizo lanzar un gemido de placer que, posiblemente, dejara confuso y perplejo a más de un invitado a la boda de mi hermana.
Al regreso le ofrecí llevarla en mi coche hasta Madrid para allí tomar su avión de regreso a San Sebastián, y aceptó. Ya en Madrid, le ofrecí que se quedara un día en mi casa y podría tomar el avión de regreso más descansada, y aceptó. Ya de noche, en mi cama y follándola le ofrecí que se quedara a vivir conmigo en mi casa, como mi madre, como mi compañera, como mi amante, como mi cómplice…
…y aceptó.